El falso Yo como jaula espiritual
El largo y duro rodeo del alma empieza en la niñez, cuando cerramos los enormes potenciales de nuestro ser y establecemos nuestra residencia en un diminuto piso de una sola habitación. Esta restringida habitación es nuestro ego o personalidad condicionada, que desarrollamos como estrategia para adaptamos a un mundo que no parece que apoye a quien realmente somos. Nuestra personalidad es un compuesto de varias identidades -creencias fijas sobre nosotros mismos- que nos protegen de los sentimientos amenazadores.
Como una manera de defendemos contra el miedo de no ser nadie, por ejemplo, podríamos tratar de vernos grandes y duros. Decimos a nosotros mismos «Este es quien soy: alguien que no tiene miedo, alguien que puede manejar cualquier cosa». Si no somos capaces de manejar nuestro dolor o nuestra tristeza, podríamos desarrollar la identidad de «una persona entusiasta y optimista», alguien que está por encima de tales sentimientos. O si nuestra necesidad de amor ha sido frustrada, podríamos construir una fachada que simule que no tenemos ninguna necesidad. Finalmente empezamos a creer que realmente no necesitamos amor. Y tales creencias crean una imagen distorsionada de la realidad: que es como un soñar despiertos o caer en un trance en el que llegamos a vivir. Emily Dickinson describe toda esta secuencia de acontecimientos en ocho precisos versos:
Existe un dolor tan completo
que se traga nuestro Ser.Entonces cubre el abismo con un trance,para que la memoria pueda pasearalrededor, a través, sobre él,como alguien que, aún desvanecido,avanza imperturbable, cuando un ojo abiertole haría caer hueso a hueso.
El abismo del que aquí habla se refiere a la sensación de vacío interior resultante de perder el contacto con nuestro ser. De niños, necesitamos cubrir este abismo mediante un trance -con creencias, imaginaciones e historias sobre quiénes somos- con el fin de distraemos de esta pérdida dolorosa, para que así nuestra mente pueda «pasear alrededor, a través, sobre él». Ese «alguien» que nos imaginamos que somos es un falso yo que nos proporciona una apariencia de seguridad y control («como alguien que, aun desvanecido, avanza imperturbable»), puesto que afrontar la pérdida de conexión con nuestro sería devastador («cuando un ojo abierto le haría caer hueso a hueso»). Así, al menos parte del tiempo, nuestro falso yo funciona como un capullo acogedor y cómodo donde, nos sentimos seguros.
Sin embargo, puesto que está fabricado con imágenes congeladas y distorsionadas de nosotros mismos, el falso yo es también una jaula espiritual, que nos impide saber quiénes somos realmente o vivir en libertad y expansión. Nuestra personalidad condicionada siempre contiene una sensación atormentada de deficiencia, una sensación de que de alguna manera hemos perdido el contacto con nuestra totalidad y profundidad, con el sentido y la magia de la vida.
de John Welwood
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