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domingo, 25 de septiembre de 2011

El sentido de las crisis


El ego considera que podemos controlar nuestra vida de acuerdo a sus preferencias. En consecuencia, ordenamos nuestros días mediante una serie de hábitos y costumbres, suponiendo que todo se mantendrá igual mientras así lo deseemos.
Cuando sobreviene algún acontecimiento imprevisto, el equilibrio que supimos conseguir se pierde, requiriendo modificaciones que a veces resultan relativamente sencillas de efectuar. Sin embargo, existen circunstancias en que la vida cotidiana se ve alterada de manera drástica, y nos sentimos perdidos, abrumados y desbordados: estamos en crisis.

Existen dos tipos de crisis. Las crisis evolutivas son aquellas por las pasamos todos los seres humanos. Estas son las transiciones esperables de la vida: el nacimiento, la pubertad, el ingreso en la mediana edad o la vejez... Por el contrario, las  crisis circunstanciales son súbitas e inesperadas. Una enfermedad, el divorcio, el fracaso de algún proyecto, la pérdida del trabajo o de un ser querido nos obligan a tomar conciencia de que el ego y nuestra voluntad consciente no controlan al mundo, tal como lo demuestra claramente la crisis internacional actual.

Toda crisis brinda la posibilidad de evolucionar. Cuando un suceso repentino nos obliga a abandonar nuestros hábitos cristalizados, se activa un potencial insospechado. La teoría del caos sostiene que existe un orden subyacente en lo que parece ser caótico y que los sistemas caóticos se caracterizan por una gran capacidad de adaptación al cambio. Lamentablemente, no ocurre lo mismo con los seres humanos y a la mayoría de las personas les resulta sumamente difícil renunciar al orden establecido para adaptarse a la forma aparentemente desorganizada en que suele presentarse lo nuevo.

La capacidad para efectuar los cambios necesarios varía. Algunas personas pueden convertir el plomo en oro y, logran, justamente debido a una crisis, realizar una gran transformación. Otras, en cambio, poseen un talento para la alquimia inversa y convierten al oro potencial en plomo: se instalan en el resentimiento y el rol de víctimas, culpando a otros - su pareja, sus hijos, su mala suerte, la sociedad corrupta o Dios – por las desdichas que les ocurren.

Las crisis revelan aspectos desconocidos de nuestro ser. Tendemos a identificarnos exclusivamente con nuestros deseos conscientes y nos cuesta comprender que todas las circunstancias de nuestra vida son una expresión de las diferentes dimensiones de nuestro ser. Así, cada acontecimiento que nos sucede es algo correcto y apropiado desde una visión espiritual más amplia. Le agrade o no al ego, toda experiencia es absolutamente necesaria para poder evolucionar.

Con frecuencia pasamos por una situación que inicialmente nos parece terrible, pero con el correr del tiempo, descubrimos sus ventajas y beneficios. Por ejemplo, pese a constituir una aparente desgracia, la disolución de una empresa familiar puede liberar a una persona para seguir su camino individual y dedicarse a alguna actividad postergada.

Enfrentado con una situación dolorosa, el ego se enfada y pregunta: “¿Por qué me tiene que suceder esto justo a mí?”, cuando en realidad cabría preguntarnos por qué creemos que deberíamos estar exentos de nuestra cuota personal de dolor. Tenemos la opción de sufrir y lamentarnos por lo que nos sucede o aceptar que el dolor es una parte inevitable de la vida y aprender de cada experiencia.

Una crisis representa tanto un peligro como una oportunidad. El peligro es seguir aferrados a lo conocido; la oportunidad es abrirnos a lo desconocido, descubrir recursos nuevos e ingresar en una etapa de mayor madurez.

Renunciar no es sencillo. Un pollito debe realizar un gran esfuerzo para salir del cascarón, pero si alguna persona se compadeciera del pobre animalito y lo ayudara en su ardua labor, éste no sería  capaz de sobrevivir, ya que su esfuerzo lo fortalece para enfrentar la vida. Lo mismo sucede a nivel humano: las experiencias difíciles nos obligan a salir de la zona de confort  para desarrollar fortaleza y resiliencia.

No hay expansión de conciencia sin dolor. El dolor nos permite crecer y trascender la conciencia infantil, que se rige por el principio del placer  y que cree que todos sus deseos deben ser satisfechos de inmediato.

El budismo sostiene que la causa del sufrimiento es el apego. Generalmente nos adherimos al pasado, a lo que deberíamos dejar atrás. Lo desconocido causa temor porque implica lidiar con la ignorancia, la torpeza y la posibilidad de fracasar. No obstante, el fracaso es una experiencia imprescindible que nos ayuda a madurar y a ser humildes, mientras que el éxito constante nos mantiene en un estado de superficialidad y omnipotencia. Todas las personas sabias han conocido la derrota y han aprendido de ella.

Las crisis conducen a un estado de emergencia emocional. Si bien pueden contribuir a nuestra evolución espiritual, es necesario tolerar las emociones concomitantes. Hay personas que se niegan a vivenciar sus emociones y que realizan una especie de “bypass espiritual”, recurriendo a  la religión o a alguna práctica espiritual para escapar de lo que sienten.

En muchas tradiciones religiosas, el cuerpo ha sido considerado una fuente de impulsos y pasiones peligrosas. Sin embargo, el espíritu no es algo desencarnado que existe en una supuesta nube en el cielo: vive en cada célula de del cuerpo, y la espiritualidad genuina debería  incluirlo y darle la misma importancia que le otorga a las demás dimensiones de nuestro ser.
Tendemos a disociarnos del cuerpo y de su vulnerabilidad. Si bien la función de este mecanismo es protegernos del dolor, el resultado es que también obstruye las vivencias de placer.

Tenemos una serie de creencias negativas respecto de las emociones no placenteras que, por lo general, guardan poca o ninguna relación con la experiencia real. Nos resistimos a vivenciar nuestro miedo, cuando en realidad, esta emoción surge debido a la percepción de que no poseemos los recursos necesarios para enfrentar una situación determinada y nos permite descubrir que hay cualidades que necesitamos desarrollar. Negamos nuestro enojo, que suele encubrir al dolor y nos ayuda a registrar  que nos sentimos frustrados y heridos. Escapamos de nuestra tristeza, creyendo que nos tragará cual agujero negro y reprimimos el deseo de llorar suponiendo que nos derretiremos en un mar de lágrimas. En tal sentido, los tres estados de la materia - sólido, líquido y gaseoso - sirven como metáfora para comprender que las emociones “sólidas” (esto es, contenidas y cristalizadas) necesitan pasar al estado líquido -las lágrimas- para luego evaporarse.

La resistencia genera persistencia, mientras que lo que se procesa cesa o, al menos, se modifica. Cuando nos permitimos sentir una emoción, ésta se transforma -ninguna es permanente, salvo cuando la evitamos-.

La confianza en nuestros recursos y en la sabiduría de la vida nos ayuda a atravesar  las crisis. Cuenta una historia que un viejo campesino sabio vivía en la China con su único hijo y con un caballo que un día escapó. Al enterarse, su vecino se acercó y  le dijo: “¡Qué terrible que hayas perdido a tu caballo!”. El campesino se limitó a responderle: “¿Qué es bueno, qué es malo, quién sabe?”. Pocos días después, el caballo regresó trayendo consigo seis caballos salvajes. El vecino, entusiasmado, le dijo: “¡Qué suerte que tienes ahora al tener tantos caballos!”. El anciano volvió a decirle: “¿Qué es bueno, qué es malo, quién sabe?”. Cuando su hijo intentó montar a uno de los caballos salvajes, se cayó y se quebró una pierna.  Nuevamente se acercó el vecino, diciéndole: “¡Qué mala suerte ha tenido tu hijo al lastimarse de esta forma!” y el campesino repitió: “¿Qué es bueno, qué es malo, quién sabe?”. Una semana más tarde, llegaron los soldados del rey y se llevaron a todos los hombres de la aldea para luchar en la guerra y el único que se salvó de ir al frente de batalla debido a su pierna herida fue el hijo del campesino.
Esta historia muestra que necesitamos aprender a confiar en los procesos y acompañarlos, en lugar de apresurarnos a sacar conclusiones prematuras sin tener noción del cuadro completo.

De alguna u otra forma, fuimos capaces de resolver todos los conflictos que en su momento nos parecieron algo terrible. Sin embargo, cada vez que surge una nueva dificultad, suponemos futuros catastróficos o aterradores que, por lo general, no ocurren. Al respecto, es útil recordar la frase de Mark Twain, el famoso novelista: “Soy un hombre anciano, y he conocido infinidad de problemas, la mayoría de los cuales sólo existieron en mi propia mente”.

Las crisis son iniciaciones potenciales que suelen implicar un final, una pérdida o muerte simbólica. La superación de las crisis requiere la capacidad para la renuncia, cualidad prácticamente inexistente en el ego, que no soporta perder y que recurre a diversas estrategias para preservar el status quo.

Las crisis exigen un sacrificio, palabra que significa convertir algo en sagrado y ofrendarlo. Sacrificarnos y aceptar una pérdida es diferente de la resignación, que tiene un dejo de amargura. No se trata de resignarnos para seguir sufriendo, sino de una entrega que genera la posibilidad de ingresar en lo nuevo.

Por ejemplo, la ruptura de una relación de pareja suele ser una experiencia dolorosa, frente a la cual podemos reaccionar de diversas maneras. Tal vez experimentemos tristeza, ira o la necesidad de echarle la culpa a la otra persona. A veces intentamos vengarnos, lo que nos provee de una falsa sensación de poder. En ocasiones, negamos lo que sentimos, cubriendo nuestro dolor con una máscara de indiferencia para decretar, al igual que el zorro en la fábula de Esopo, que “las uvas estaban verdes”. Aunque el final de una relación puede hacernos creer que hemos fracasado, con el correr del tiempo podremos descubrir que una serie de cualidades personales que habíamos proyectado en la otra persona han pasado a formar parte del repertorio propio.

Muchas veces lo que una persona más teme resulta ser precisamente lo que más le permitirá evolucionar.  Todo final conduce a un nuevo comienzo. Luego de la pérdida de sus hojas durante el otoño, un árbol parece estar muerto, y sólo vemos un tronco y ramas secos. Sin embargo, en su interior ocurren procesos invisibles que le permitirán volver a florecer en la primavera.

Toda persona creativa sabe que, antes de que emerja lo nuevo,  existe un momento  durante el cual no parece ocurrir nada, un período de quietud y vacío imprescindible para que la energía  vuelva  a acumularse en el inconsciente – este es el significado de la expresión “vacío fértil”.

Nuestro nivel de conciencia determina cómo vivenciamos cada situación. No podemos ejercer el control sobre las experiencias que nos ocurren, pero tenemos la posibilidad de elegir cómo responder a ellas.

Existen dos maneras de lidiar con los acontecimientos indeseados. La primera, la más habitual, es el intento de modificar la situación externa. La segunda opción es menos frecuente pero más enriquecedora y consiste en modificar nuestras reacciones, lo cual requiere dedicación y práctica.

Cuando nos liberamos de la obstinación del ego por lograr lo que desea, podremos darnos cuenta de que nuestro ser interior sabe lo que realmente necesitamos y se ocupa de generar las situaciones apropiadas para que logremos evolucionar.

El inconsciente registra patrones, y responde de igual manera frente a un acto simbólico y a un acto “real”. Hay actos simbólicos que podemos realizar para afirmar – hacer firme – la intención de modificar nuestra reactividad frente a los acontecimientos indeseados. Algunos de estos incluyen centrarnos, meditar, realizar actividad física para descargar el estrés, conectar con la naturaleza, llevar un diario personal en el que registremos nuestras reflexiones sobre los procesos que estamos transitando, tomar conciencia de todo lo que tenemos para agradecer y que generalmente damos por sentado, suponiendo que lo merecemos…

La crisis actual refleja la necesidad profunda que tiene la humanidad de realizar un cambio de valores. En lugar de caer en un estado de hipnosis colectiva plagado de creencias negativas, y en vez de suponer que estamos llegando al fin del mundo, precisamos darnos cuenta de que se trata del fin de una etapa, de un cambio de paradigma que nos permitirá desarrollar un nuevo nivel de conciencia. Escribió Joseph Campbell en El Poder del Mito: “En el fondo del abismo surge la voz de la salvación. El momento de negrura es el momento en que está por surgir el verdadero mensaje de transformación. En el momento de mayor oscuridad, surge la luz”. Esto me recuerda la frase de una gran amiga mía, que le fuera transmitida por su abuela: “Tal vez no puedas evitar que las aves del desaliento sobrevuelen tu cabeza, pero no permitas que aniden en ella”.

Si logramos tolerar la agonía que suele producir una crisis, en algún momento surge su resolución, las nubes negras se disipan y el sol vuelve a brillar. En el ínterin, centrarnos exclusivamente en el  momento presente, darle cabida plena a todo lo que sentimos y saber que esto también pasará nos ayudará a atravesar la así llamada noche oscura del alma.



LA SOMBRA. Alicia Schmoller. Editorial Kier.

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